Excelente post del comité invisible sobre las formas en que el poder palpable e inmaterial se somatiza en forma de institución.
Nuestra única salvedad versa sobre la responsabilidad. Todos los manes y desmanes legales del sistema cuentan con personas que desean realizar los proyectos y personas que participan en los proyectos para mantener sus puestos. Esta podría considerarse la diferencia entre responsables directos y los indirectos. Los proyectos vienen firmados, las órdenes y decretos vienen firmadas. Todas cuentan con responsables. Bloquear el sistema como plantea el post no es suficiente, hay que encontrarlos y neutralizarlos o el sistema por ellos creado se reproducirá como un cáncer, el cáncer capitalista.
Nuestra única salvedad versa sobre la responsabilidad. Todos los manes y desmanes legales del sistema cuentan con personas que desean realizar los proyectos y personas que participan en los proyectos para mantener sus puestos. Esta podría considerarse la diferencia entre responsables directos y los indirectos. Los proyectos vienen firmados, las órdenes y decretos vienen firmadas. Todas cuentan con responsables. Bloquear el sistema como plantea el post no es suficiente, hay que encontrarlos y neutralizarlos o el sistema por ellos creado se reproducirá como un cáncer, el cáncer capitalista.
Salud! PHkl/tctca
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Fuente- Comité invisible: El poder es logístico. !Bloqueemos Todo! 7.9.2015
Ocupación de la Casba en Túnez, de la
plaza Sintagma en Atenas, sede de Westminster en Londres durante el
movimiento estudiantil de 2011, cerco del parlamento en Madrid el 25
de septiembre de 2012 o en Barcelona el 15 de junio de 2011, motines
a las afueras de la Cámara de Diputados en Roma el 14 de diciembre
de 2010, tentativa el 15 de octubre de 2011 en Lisboa de invadir la
Assembleia da República, incendio de la sede de la presidencia
bosnia en febrero de 2014: los lugares del poder institucional
ejercen una atracción magnética sobre los revolucionarios. Pero
cuando los insurrectos consiguen investir los parlamentos, los
palacios presidenciales y otras sedes de las instituciones, como en
Ucrania, en Libia o en Wisconsin, es para descubrir lugares vacíos,
vacíos de poder, y con muebles de mal gusto.
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Fuente- Comité invisible: El poder es logístico. !Bloqueemos Todo! 7.9.2015
No es para impedir al
“pueblo” “tomar el poder” que se le prohíbe a éste tan
ferozmente invadirlos, sino para impedirle darse cuenta de que el
poder no reside ya en las instituciones. En ellas sólo hay templos
desiertos, fortalezas en desuso, simples decoraciones; y verdaderos
señuelos de revolucionarios. El impulso popular de invadir la escena
para descubrir lo que pasa entre bastidores tiene vocación de ser
decepcionante. Incluso los más fervientes complotistas, si tuvieran
acceso a ellos, no descubrirían ningún arcano; la verdad es que el
poder simplemente no es ya esa realidad teatral a la que la
modernidad nos acostumbró.
Sin embargo, la verdad respecto a la
localización efectiva del poder no está para nada oculta; somos
únicamente nosotros quienes rechazamos verla en la medida en que eso
vendría a desilusionar nuestras más confortables certezas. Basta
asomarse a los billetes emitidos por la Unión Europea para
percatarse de esta verdad. Ni los marxistas ni los economistas
neoclásicos han podido nunca admitirlo, pero es un hecho
arqueológicamente establecido: la moneda no es un instrumento
económico, sino una realidad esencialmente política. Jamás se ha
visto moneda que no esté adosada a un orden político susceptible de
garantizarla. Es por esto, también, que las divisas de los
diferentes países portan tradicionalmente la figura personal de los
emperadores, de los grandes hombres de Estado, de los padres
fundadores o las alegorías de carne y hueso de la nación. Ahora
bien, ¿quién figura en los billetes de euros? No figuras humanas,
no insignias de una soberanía personal, sino puentes, acueductos,
archés: arquitecturas impersonales cuyo corazón está vacío.
El poder contemporáneo
De la verdad respecto a la naturaleza presente del poder, cada europeo tiene un ejemplar impreso en su bolsillo. Ella se formula así: el poder reside ahora en las infraestructuras de este mundo. El poder contemporáneo es de naturaleza arquitectural e impersonal, y no representativa y personal.
El poder tradicional era de naturaleza
representativa: el papa era la representación de Cristo en la
Tierra, el rey, de Dios, el Presidente, del pueblo, y el Secretario
General del Partido, del proletariado. Toda esta política personal
ha muerto, y es por esto que unos cuantos tribunos que sobreviven en
la superficie del globo divierten más de lo que gobiernan.
El
personal político está efectivamente compuesto de payasos de mayor
o menor talento; de ahí el éxito fulminante del miserable Beppe
Grillo en Italia o del siniestro Dieudonné en Francia. Con todo,
ellos saben al menos divertirte, es incluso su trabajo. Por eso,
reprochar a los políticos “no representarnos” no hace sino
mantener una nostalgia, además de no decir nada nuevo. Los políticos
no están ahí para ello, están ahí para distraernos, ya que el
poder está en otra parte. Y es esta justa intuición lo que se
vuelve locura en todos los conspiracionismos contemporáneos.
El
poder está por mucho en otra parte, en otra parte que en las
instituciones, pero sin embargo no está oculto. O si lo está, lo
está como la Carta robada de Poe. Nadie lo ve porque todos lo
tienen, en todo momento, ante sus ojos: bajo la forma de una línea
de alta tensión, de una autopista, de una glorieta, de un
supermercado o de un software de computadora. Y si está oculto, es
como una red de alcantarillas, un cable submarino, fibra óptica
corriendo a lo largo de una línea de tren o un data center en pleno
bosque. El poder es la organización misma de este mundo, este mundo
ingeniado, configurado, diseñado. Aquí radica el secreto, y es que
no hay ninguno.
El poder es ahora inmanente a la vida
tal como ésta es organizada tecnológica y mercantilmente. Tiene la
apariencia neutra de los equipos o de la página blanca de Google.
Quien determina el agenciamiento del espacio, quien gobierna los
medios y los ambientes, quien administra las cosas, quien gestiona
los accesos, gobierna a los hombres.
El poder contemporáneo se ha
hecho el heredero, por un lado, de la vieja ciencia de la policía,
que consiste en velar “por el bienestar y la seguridad de los
ciudadanos”, y, por el otro, de la ciencia logística de los
militares, tras convertir el “arte de mover los ejércitos” en el
arte de asegurar la continuidad de las redes de comunicación y la
movilidad estratégica.
Absorbidos en nuestra concepción lingüística
de la cosa pública, de la política, hemos continuado discutiendo
mientras que las verdaderas decisiones eran ejecutadas ante nuestros
ojos. Es en estructuras de acero que se escriben las leyes
contemporáneas, y no con palabras. Toda la indignación de los
ciudadanos sólo puede conseguir chocar su frente aturdida contra el
hormigón armado de este mundo. El gran mérito de la lucha contra el
TAV en Italia consiste en haber captado con tanta claridad todo lo
que se jugaba de político en una simple construcción pública. Es,
simétricamente, lo que ningún político puede admitir. Como ese
Bersani que replicaba un día a los No TAV: “Después de todo, sólo
se trata de una línea de tren, no de un bombardero.” “Una
construcción vale por un batallón”, evaluaba no obstante el
mariscal Lyautey, quien no tenía competidor para “pacificar” las
colonias. Si en todas partes del mundo, desde Rumania hasta Brasil,
se multiplican las luchas contra los grandes proyectos de
equipamiento, es que esta intuición está ella misma imponiéndose.
Quien quiera emprender cualquier cosa
contra el mundo existente, debe partir de esto: la verdadera
estructura del poder es la organización material, tecnológica,
física de este mundo. El gobierno no está más en el gobierno. Las
“vacaciones del poder” que han durado más de un año en Bélgica
lo atestiguan inequívocamente: el país ha podido prescindir de
gobierno, de representante elegido, de parlamento, de debate
político, de asuntos electorales, sin que nada de su funcionamiento
normal sea afectado. Idénticamente, Italia ahora marcha desde hace
años de “gobierno técnico” en “gobierno técnico”, y nadie
se conmueve de que esta expresión se remonte al Manifiesto-programa
del Partido Político Futurista de 1918, que incubó a los primeros
fascistas.
El poder, ahora, es el orden mismo de
las cosas, y la policía tiene a su cargo defenderlo. No resulta
simple pensar un poder que consiste en unas infraestructuras, en los
medios para hacerlas funcionar, para controlarlas y erigirlas. Cómo
oponerse a un orden que no se formula, que no se construye paso a
paso y sin rodeos. Un orden que se ha incorporado en los objetos
mismos de la vida cotidiana. Un orden cuya constitución política es
su constitución material. Un orden que se da menos en las palabras
del presidente que en el silencio del funcionamiento óptimo.
Cuando
el poder se manifestaba por edictos, leyes y reglamentos, dejaba
abierta la crítica. Pero no se critica un muro, se lo destruye o se
le hace una pinta. Un gobierno que dispone la vida a través de sus
instrumentos y acondicionamientos, cuyos enunciados asumen la forma
de una calle bordeada de conos y resguardado de cámaras, sólo
exige, la mayoría de las veces, una destrucción, a su vez, sin
rodeos. De este modo, dirigirse contra el marco de la vida cotidiana
se ha vuelto un sacrilegio: es semejante a violar su constitución.
El recurso indiscriminado a los destrozos en los motines urbanos
indica a la vez la consciencia de este estado de cosas, y una
relativa impotencia frente a él. El orden enmudecido e
incuestionable que materializa la existencia de una parada de autobús
desgraciadamente no yace muerto en trozos una vez que es destruido.
La teoría del cristal roto está todavía de pie cuando se han roto
todos los escaparates.
Todas las proclamaciones hipócritas sobre el
carácter sagrado del “medio ambiente”, toda la santa cruzada por
su defensa, sólo se esclarece a la luz de esta novedad: el poder se
ha vuelto él mismo medioambiental, se ha fundido en la decoración.
Es a él a quien se apela para defender en todos los llamamientos
oficiales a “preservar el medio ambiente”, y no a los pececitos.
2. De la diferencia entre organizar y organizarse
La vida cotidiana no siempre ha sido
organizada. Para esto ha hecho falta, primero, desmantelar la vida,
comenzando por la ciudad. Se ha descompuesto la vida y la ciudad en
funciones, según las “necesidades sociales”. El barrio de
oficinas, el barrio de fábricas, el barrio residencial, los espacios
de relajación, el barrio de moda donde uno se divierte, el lugar
donde uno come, el lugar donde uno labora, el lugar donde uno liga, y
el coche o el autobús para unir todo esto, son el resultado de un
trabajo de puesta en forma de la vida que es el estrago de toda forma
de vida. Ha sido conducido con método, durante más de un siglo, por
toda una casta de organizadores, toda una armada gris de managers.
Se
ha disecado la vida y el hombre en un conjunto de necesidades, y
después se ha organizado su síntesis. Poco importa que esta
síntesis haya tomado el nombre de “planificación socialista” o
de “mercado”. Poco importa que esto haya acabado en el fracaso de
las nuevas ciudades o en el éxito de los barrios branchés o
hipsters. El resultado es el mismo: desierto y anemia existencial. No
queda nada de una forma de vida una vez que se la ha descompuesto en
órganos.
De ahí proviene, a la inversa, la alegría palpable que desbordaban las plazas ocupadas de la Puerta del Sol, de Tahrir, de Gezi o la atracción ejercida, a pesar de los infernales lodos del bosquecillo de Nantes, por la ocupación de las tierras en Notre-Dame-desLandes. De ahí la alegría que se vincula a toda comuna. A menudo, la vida deja de estar cortada en trozos conectados. Dormir, luchar, comer, cuidarse, hacer una fiesta, conspirar, debatir, dependen de un solo movimiento vital. No todo está organizado, todo se organiza. La diferencia es notable. Una apela a la gestión, la otra a la atención: disposiciones altamente incompatibles.
De ahí proviene, a la inversa, la alegría palpable que desbordaban las plazas ocupadas de la Puerta del Sol, de Tahrir, de Gezi o la atracción ejercida, a pesar de los infernales lodos del bosquecillo de Nantes, por la ocupación de las tierras en Notre-Dame-desLandes. De ahí la alegría que se vincula a toda comuna. A menudo, la vida deja de estar cortada en trozos conectados. Dormir, luchar, comer, cuidarse, hacer una fiesta, conspirar, debatir, dependen de un solo movimiento vital. No todo está organizado, todo se organiza. La diferencia es notable. Una apela a la gestión, la otra a la atención: disposiciones altamente incompatibles.
Relatando los levantamientos aimaras a
comienzos de los años 2000 en Bolivia, Raúl Zibechi, un activista
uruguayo, escribe: “En estos movimientos la organización no está
separada de la vida cotidiana, es la vida cotidiana desplegada como
acción insurreccional.” Constata que en los barrios de El Alto, en
2003, “un ethos comunal sustituyó al antiguo ethos sindical”.
Esto es lo que explica en qué consiste la lucha contra el poder infraestructural. Quien dice infraestructura dice que la vida ha sido separada de sus condiciones. Que se han puesto condiciones a la vida. Que ésta depende de factores sobre los cuales no hay ya un punto de agarre. Que se ha hundido.
Las infraestructuras organizan una vida sin mundo, suspendida, sacrificable, a merced de quien las gestione. El nihilismo metropolitano es sólo una manera bravucona de no admitirlo. Por el contrario, esto es lo que esclarece lo que se busca en las experimentaciones en curso en tantos barrios y ciudades del mundo entero, y los escollos inevitables. No una vuelta a la tierra, sino una vuelta sobre tierra.
Lo que conforma la fuerza de ataque de las insurrecciones, su capacidad de asolar durablemente la infraestructura del adversario, es justamente su nivel de autoorganización de la vida común. Que uno de los primeros reflejos de Occupy Wall Street haya sido ir a bloquear el puente de Brooklyn o que la Comuna de Oakland haya tratado de paralizar con varios miles de personas el puerto de la ciudad durante la huelga general del 12 de diciembre de 2011, dan testimonio del vínculo intuitivo entre autoorganización y bloqueo. La fragilidad de la autoorganización que se esbozaba apenas en esas ocupaciones no debía permitir empujar esas tentativas más lejos. De manera inversa, las plazas Tahrir y Taksim son nodos centrales de la circulación de automóviles en El Cairo y Estambul.
Esto es lo que explica en qué consiste la lucha contra el poder infraestructural. Quien dice infraestructura dice que la vida ha sido separada de sus condiciones. Que se han puesto condiciones a la vida. Que ésta depende de factores sobre los cuales no hay ya un punto de agarre. Que se ha hundido.
Las infraestructuras organizan una vida sin mundo, suspendida, sacrificable, a merced de quien las gestione. El nihilismo metropolitano es sólo una manera bravucona de no admitirlo. Por el contrario, esto es lo que esclarece lo que se busca en las experimentaciones en curso en tantos barrios y ciudades del mundo entero, y los escollos inevitables. No una vuelta a la tierra, sino una vuelta sobre tierra.
Lo que conforma la fuerza de ataque de las insurrecciones, su capacidad de asolar durablemente la infraestructura del adversario, es justamente su nivel de autoorganización de la vida común. Que uno de los primeros reflejos de Occupy Wall Street haya sido ir a bloquear el puente de Brooklyn o que la Comuna de Oakland haya tratado de paralizar con varios miles de personas el puerto de la ciudad durante la huelga general del 12 de diciembre de 2011, dan testimonio del vínculo intuitivo entre autoorganización y bloqueo. La fragilidad de la autoorganización que se esbozaba apenas en esas ocupaciones no debía permitir empujar esas tentativas más lejos. De manera inversa, las plazas Tahrir y Taksim son nodos centrales de la circulación de automóviles en El Cairo y Estambul.
Bloquear esos flujos, era abrir la
situación. La ocupación era inmediatamente bloqueo. De ahí su
capacidad para desarticular el reino de la normalidad en la totalidad
de una metrópoli. En un nivel distinto, es difícil no hacer la
conexión entre el hecho de que los zapatistas se propongan
actualmente vincular respectivamente 29 luchas de defensa contra
proyectos de minas, carreteras, centrales eléctricas y represas que
implican a diferentes pueblos indígenas de todo México, y que ellos
mismos hayan pasado los diez últimos años dotándose de todos los
medios posibles para su autonomía con respecto a los poderes tanto
federales como económicos.
3. Del bloqueo
Un cartel del movimiento contra la ley
de contrato de primer empleo en Francia, decía “Es por los flujos
que este mundo se mantiene. ¡Bloqueemos todo!”. Esta consigna
llevada, en ese tiempo, por una minoría de un movimiento él mismo
minoritario, incluso si fue “victorioso”, ha conocido una notable
fortuna desde entonces. En 2009, el movimiento contra la
“pwofitasyon” que paralizó toda Guadalupe, lo aplicó en grandes
proporciones. Posteriormente se vio a la práctica del bloqueo,
durante el movimiento francés contra la reforma de las pensiones, en
el otoño de 2010, volverse la práctica de lucha elemental,
aplicándose paralelamente a un depósito de carburante, un centro
comercial, una estación de tren o un sitio de producción. Esto es
lo que revela a un determinado estado del mundo.
Que el movimiento francés contra la
reforma de las pensiones haya tenido como corazón el bloqueo de las
refinerías no es un hecho políticamente despreciable. Las
refinerías fueron desde finales de los años 1970 la vanguardia de
aquello que se llamaba entonces las “industrias de procesos”, las
industrias “de flujos”. Se puede decir que el funcionamiento de
la refinería ha servido desde entonces como modelo para la
reestructuración de la mayoría de las fábricas. Por lo demás, ya
no hace falta hablar de fábricas, sino de sitios, de sitios de
producción. La diferencia entre la fábrica y el sitio es que una
fábrica es una concentración de obreros, de saber-hacer, de
materias primas, de stocks; un sitio es sólo un nodo sobre un mapa
de flujos productivos. Siendo su único rasgo común que lo que sale
tanto de una como de otro ha sufrido una cierta transformación,
respecto a aquello que ha entrado en ambos. La refinería es el lugar
donde primero se trastornó la relación entre trabajo y producción.
El obrero, o más bien el operador, no tiene ni siquiera por tarea en ella el mantenimiento o la reparación de las máquinas, que están generalmente confiadas a interinos, sino simplemente el desplegar cierta vigilancia en torno a un proceso de producción totalmente automatizado. Es un indicador que se enciende y que no debería hacerlo. Es un gorgoteo anormal en una canalización. Es un humo que se escapa de manera extraña, o que no tiene el ritmo que haría falta. El obrero de refinería es una especie de vigilante de máquinas, una figura ociosa e inoperante [désoeuvrée] de la concentración nerviosa. Y lo mismo está sucediendo, tendencialmente, con buen número de los sectores de la industria en Occidente a partir de ahora. El obrero clásico se asimilaba gloriosamente al Productor: aquí la relación entre trabajo y producción está, de manera completamente simple, invertida. Sólo hay trabajo cuando la producción se detiene, cuando un disfuncionamiento le pone trabas y hace falta remediarlo.
Los marxistas pueden conseguirse nuevos vestidos: el proceso de valorización de la mercancía, desde la extracción hasta el surtidor, coincide con el proceso de circulación, que a su vez coincide con el proceso de producción, el cual, por otra parte, depende en tiempo real de las fluctuaciones finales del mercado. Decir que el valor de la mercancía cristaliza el tiempo de trabajo del obrero fue una operación tan fructífera como falaz. Tanto en una refinería como en cualquier fábrica perfectamente automatizada, se ha vuelto una marca de ironía ofensiva. Den otros diez años a China, diez años de huelgas y de reivindicaciones obreras, y pasará lo mismo. Por supuesto, no se considerará despreciable el hecho de que los obreros de las refinerías estén desde hace mucho tiempo entre los mejores pagados de la industria, y que sea en ese sector que fue primero experimentado, por lo menos en Francia, aquello que por eufemismo se llama la “fluidificación de las relaciones sociales”, particularmente sindicales.
El obrero, o más bien el operador, no tiene ni siquiera por tarea en ella el mantenimiento o la reparación de las máquinas, que están generalmente confiadas a interinos, sino simplemente el desplegar cierta vigilancia en torno a un proceso de producción totalmente automatizado. Es un indicador que se enciende y que no debería hacerlo. Es un gorgoteo anormal en una canalización. Es un humo que se escapa de manera extraña, o que no tiene el ritmo que haría falta. El obrero de refinería es una especie de vigilante de máquinas, una figura ociosa e inoperante [désoeuvrée] de la concentración nerviosa. Y lo mismo está sucediendo, tendencialmente, con buen número de los sectores de la industria en Occidente a partir de ahora. El obrero clásico se asimilaba gloriosamente al Productor: aquí la relación entre trabajo y producción está, de manera completamente simple, invertida. Sólo hay trabajo cuando la producción se detiene, cuando un disfuncionamiento le pone trabas y hace falta remediarlo.
Los marxistas pueden conseguirse nuevos vestidos: el proceso de valorización de la mercancía, desde la extracción hasta el surtidor, coincide con el proceso de circulación, que a su vez coincide con el proceso de producción, el cual, por otra parte, depende en tiempo real de las fluctuaciones finales del mercado. Decir que el valor de la mercancía cristaliza el tiempo de trabajo del obrero fue una operación tan fructífera como falaz. Tanto en una refinería como en cualquier fábrica perfectamente automatizada, se ha vuelto una marca de ironía ofensiva. Den otros diez años a China, diez años de huelgas y de reivindicaciones obreras, y pasará lo mismo. Por supuesto, no se considerará despreciable el hecho de que los obreros de las refinerías estén desde hace mucho tiempo entre los mejores pagados de la industria, y que sea en ese sector que fue primero experimentado, por lo menos en Francia, aquello que por eufemismo se llama la “fluidificación de las relaciones sociales”, particularmente sindicales.
Durante el movimiento contra la reforma
de las pensiones, la mayoría de los depósitos de carburantes de
Francia fueron bloqueados no por algunos de sus obreros, sino por
profesores, estudiantes, conductores, trabajadores de correos,
desempleados. Esto no radica en que esos obreros no tenían derecho a
hacerlo. Es sólo porque en un mundo donde la organización de la
producción es descentralizada, circulante y ampliamente
automatizada, donde cada máquina no es ya sino un eslabón en un
sistema integrado de máquinas que la subsume, donde este
sistema-mundo de máquinas, de máquinas que producen máquinas,
tiende a unificarse cibernéticamente, cada flujo particular es un
momento de la reproducción del conjunto de la sociedad del capital.
Ya no hay “esfera de la reproducción”, de la fuerza de trabajo o
de las relaciones sociales, que sería distinta de la “esfera de la
producción”. Esta última, por otra parte, no es ya una esfera,
sino más bien la trama del mundo y de todas las relaciones. Atacar
físicamente esos flujos, en cualquier punto, equivale por tanto a
atacar políticamente el sistema en su totalidad. Si el sujeto de la
huelga era la clase obrera, el del bloqueo es perfectamente
cualquiera. Es quien sea, quien sea que decida bloquear; y tomar así
partido contra la presente organización del mundo.
Casi siempre, es en el momento en que
alcanzan su grado de sofisticación máxima que las civilizaciones se
desmoronan. Cada cadena de producción se amplía hasta un
determinado nivel de especialización por determinado número de
intermediarios, que basta con que uno solo desaparezca para que el
conjunto de la cadena se encuentre con ello paralizada, incluso
destruida. Las fábricas Honda en Japón conocieron hace tres años
los más largos períodos de paro técnico desde los años 1960,
simplemente porque el proveedor de un chip particular había
desaparecido en el terremoto de marzo de 2011, y nadie más era
susceptible de producirlo.
En esa manía de bloquear todo lo que
acompaña ahora a cada movimiento de magnitud, hace falta leer un
claro giro radical de la relación con el tiempo. Observamos el
futuro así como el Ángel de la Historia de Walter Benjamin
observaba el pasado. “En lo que nos aparece como una cadena de
acontecimientos, no ve él sino una sola y única catástrofe, que
amontona sin cesar ruinas sobre ruinas arrojándolas a sus pies.”
El tiempo que transcurre sólo es percibido ya como una lenta
progresión hacia un final probablemente espantoso. Cada década por
venir es aprehendida como un paso más hacia el caos climático, del
que todos han comprendido bien que se trataba de la verdad del
enfermizo “calentamiento global”. Los metales pesados
continuarán, día tras día, acumulándose en la cadena alimentaria,
al igual que se acumulan los nucleidos radioactivos y tantas otras
fuentes de contaminación invisibles aunque fatales. Por eso hace
falta ver cada tentativa de bloquear el sistema global, cada
movimiento, cada revuelta, cada levantamiento, como una tentativa
vertical de detener el tiempo, y de bifurcar hacia una dirección
menos fatal.
4. De la investigación
No es la debilidad de las luchas lo que
explica el desvanecimiento de toda perspectiva revolucionaria; es la
ausencia de perspectiva revolucionaria creíble lo que explica la
debilidad de las luchas. Obsesionados como estamos por una idea
política de la revolución, hemos descuidado su dimensión técnica.
Una perspectiva revolucionaria no se dirige ya a la reorganización
institucional de la sociedad, sino a la configuración técnica de
los mundos. En cuanto tal, es una línea trazada en el presente, no
una imagen que flota en el futuro. Si queremos recobrar una
perspectiva, nos será necesario unir la constatación difusa de que
este mundo no puede seguir durando con el deseo de construir uno
mejor. Porque si este mundo se mantiene, es primero por la
dependencia material en la que cada uno está mano a mano con el buen
funcionamiento general de la máquina social, simplemente para
sobrevivir.
Nos hace falta disponer de un conocimiento técnico profundo de la organización de este mundo; un conocimiento que permita a la vez poner fuera de uso las estructuras dominantes y reservarnos el tiempo necesario para la organización de una desconexión material y política con respecto al curso general de la catástrofe, desconexión que no esté atormentada por el espectro de la penuria, por la urgencia de la supervivencia.
Para decirlo lisa y llanamente: en la medida en que no sepamos cómo prescindir de las centrales nucleares y en que desmantelarlas sea un negocio para quienes las quieren eternas, aspirar a la abolición del Estado continuará haciendo sonreír; en la medida en que la perspectiva de un levantamiento signifique penuria segura de cuidados, de alimento o de energía, no existirá ningún movimiento de masas decidido.
En otros términos: nos hace falta retomar un trabajo meticuloso de investigación. Nos hace falta ir al encuentro, en todos los sectores, sobre todos los territorios en que habitamos, de aquellos que disponen de los saberes técnicos estratégicos. Es sólo a partir de aquí que algunos movimientos se atreverán verdaderamente a “bloquear todo”. Es sólo a partir de aquí que se liberará la pasión de la experimentación de otra vida, pasión técnica en amplia medida que se asemeja al cambio radical de la puesta bajo dependencia tecnológica de todos. Este proceso de acumulación de saber, de establecimiento de complicidades en todos los dominios, es la condición de un retorno serio y masivo de la cuestión revolucionaria.
Nos hace falta disponer de un conocimiento técnico profundo de la organización de este mundo; un conocimiento que permita a la vez poner fuera de uso las estructuras dominantes y reservarnos el tiempo necesario para la organización de una desconexión material y política con respecto al curso general de la catástrofe, desconexión que no esté atormentada por el espectro de la penuria, por la urgencia de la supervivencia.
Para decirlo lisa y llanamente: en la medida en que no sepamos cómo prescindir de las centrales nucleares y en que desmantelarlas sea un negocio para quienes las quieren eternas, aspirar a la abolición del Estado continuará haciendo sonreír; en la medida en que la perspectiva de un levantamiento signifique penuria segura de cuidados, de alimento o de energía, no existirá ningún movimiento de masas decidido.
En otros términos: nos hace falta retomar un trabajo meticuloso de investigación. Nos hace falta ir al encuentro, en todos los sectores, sobre todos los territorios en que habitamos, de aquellos que disponen de los saberes técnicos estratégicos. Es sólo a partir de aquí que algunos movimientos se atreverán verdaderamente a “bloquear todo”. Es sólo a partir de aquí que se liberará la pasión de la experimentación de otra vida, pasión técnica en amplia medida que se asemeja al cambio radical de la puesta bajo dependencia tecnológica de todos. Este proceso de acumulación de saber, de establecimiento de complicidades en todos los dominios, es la condición de un retorno serio y masivo de la cuestión revolucionaria.
“El movimiento obrero no fue vencido
por el capitalismo, sino por la democracia”, decía Mario Tronti.
También fue vencido por no haber conseguido apropiarse lo esencial
de la potencia obrera. Lo que hace al obrero no es su explotación
por un patrón, explotación que comparte con cualquier otro
asalariado. Lo que hace positivamente al obrero es su dominio
técnico, encarnado, de un mundo de producción particular. Hay en
ello una inclinación a la vez sabia y popular, un conocimiento
apasionado que constituía la riqueza propia del mundo obrero antes
de que el capital, viendo el peligro contenido ahí y no sin haber
chupado previamente todo ese conocimiento, decidiera hacer de los
obreros unos operadores, vigilantes y agentes de mantenimiento de
máquinas. Pero incluso aquí, la potencia obrera permanece: quien
sabe hacer funcionar un sistema sabe también sabotearlo eficazmente.
Ahora bien, nadie puede de manera individual dominar el conjunto de
las técnicas que permiten al sistema actual reproducirse. Esto, sólo
una fuerza colectiva puede hacerlo. Construir una fuerza
revolucionaria, hoy en día, consiste justamente en esto: articular
todos los mundos y todas las técnicas revolucionariamente
necesarias, agregar toda la inteligencia técnica a una fuerza
histórica y no a un sistema de gobierno.
El fracaso del movimiento francés de
lucha contra la reforma de las pensiones en el otoño de 2010 nos ha
proporcionado la amarga lección de ello: si la CGT (Confédération
Générale du Travail) ha llevado la delantera sobre toda la lucha,
es en virtud de nuestra insuficiencia sobre ese plano. Le habría
bastado con hacer del bloqueo de las refinerías, sector donde
aquélla es hegemónica, el centro de gravedad del movimiento. A
partir de entonces le estaba permitido en cualquier momento silbar el
final del juego, reabriendo las compuertas de las refinerías y
liberando así toda presión sobre el país. Lo que hizo entonces
falta al movimiento es justamente un conocimiento mínimo del
funcionamiento material de este mundo, conocimiento que se encuentra
disperso entre las manos de los obreros, concentrado en la cabeza de
chorlito de algunos ingenieros y ciertamente puesta en común, del
lado adverso, en alguna oscura instancia militar. Si se hubiera
sabido destrozar el abastecimiento de lacrimógenos de la policía, o
si se hubiera sabido interrumpir un solo día la propaganda
televisiva, si se hubiera sabido privar a las autoridades de
electricidad, podríamos estar seguros de que las cosas no habrían
terminado tan penosamente. Hace falta, por lo demás, considerar que
la principal derrota política del movimiento consistió en conceder
al Estado, bajo la forma de órdenes prefectorales, la prerrogativa
estratégica de determinar quién tendría gasolina y quién estaría
privado de ella.
“Si hoy en día te quieres quitar de
encima a alguien, tienes que atacar sus infraestructuras”, escribe
de manera muy precisa un universitario estadounidense. Desde la
Segunda Guerra Mundial, el ejército aéreo estadounidense no ha
dejado de desarrollar la idea de “guerra infraestructural”,
viendo en los servicios civiles más banales los mejores blancos para
poner de rodillas a sus adversarios. Además, esto explica que las
infraestructuras estratégicas de este mundo estén rodeadas de un
creciente secreto. Para una fuerza revolucionaria, no tiene ningún
sentido saber bloquear la infraestructura del adversario si no sabe
hacerla funcionar, en caso requerido, en su beneficio. Saber destruir
el sistema tecnológico supone experimentar y poner en marcha al
mismo tiempo las técnicas que lo hacen superfluo. Volver sobre
tierra es, para comenzar, dejar de vivir en la ignorancia de las
condiciones de nuestra existencia.
Comité Invisible
Texto incluido en A nuestros amigos
(2014)
Extraído: http://www.columnanegra.org
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