Sería lógico pensar que gracias a las leyes antimonopolio, anticartel y potenciadoras de la competitividad en la empresas propiciarían que las empresas más eficientes, noreuropéas, anglosajonas y japonesas conquistarían el mundo. Que impondrían su modelo de producción y consumo. Que serían los países menos desarrollados, con mercados más débiles y con menos posibilidades para competir los que primero sucumbirían. Pero se observa justo lo contrario.

Tienen nombres y apellidos y tienen que ser detenidos.
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